16.5.08

Crónicas de un perro rabioso. Parte II.

CRÓNICAS DE UN PERRO RABIOSO. PARTE II.

Es frecuente encontrar -especialmente en las grandes urbes- a cientos de conductores que poseen coches y motocicletas que rebasan insultantemente los límites acústicos permitidos. No sólo infringen la Ley por el mero hecho de poseer un vehículo de semejantes características, sino que también aprovechan para poner las revoluciones al máximo en cada semáforo en que se paran. Para acabar de rematar la faena, aceleran antes de tiempo y desaparecen a toda velocidad, dejando tras de sí una espesa humareda que, de no ser porque uno está parado, podría desencadenar un accidente aparatoso.

Pese a todo, no les culpo de todo a ellos, los conductores. No, señor. Porque todos comemos de la mano que nos da el alpiste, y si nos venden un vehículo que lanza misiles tierra-aire al son de la estridente música que bombean unos bafles de trillones de decibelios, pues nosotros lo compramos, porque nos gusta lo atractivo y lo molón por naturaleza. Como tampoco veo muy factible eso de que las grandes empresas dejen de producir coches y motos de dudosa legalidad, pues me veo obligado a criticar a los que tienen la paella por el mango; ésos que nos observan desde la más alta esfera y mueven los hilos. Políticos, gobernadores, jueces y demás fauna, ¡escuchadme! ¡No es justo prometer, legislar y luego no aplicar! Entonces nos vemos en la misma situación: somos nosotros los que acabamos pagando justos por pecadores, debido a la inutilidad de los políticos en combinación con el ánimo de lucro -faltaría más- de las empresas.

Sin embargo, esto es un insignificante detalle que se hunde dentro del inmenso y creciente cúmulo de desventajas que nos reporta vivir en la ciudad. No hace falta entrar demasiado en materia, puesto que ya saben ustedes a qué me refiero: vivienda, agua, suciedad, delincuencia, contaminación... ¿Qué va a ser lo próximo? Ante semejante lacra para un ser humilde y con ansias de tranquilidad como yo, solamente me queda la opción de exiliarme lejos de las urbes, incluso de la periferia; no contemplo otras opciones como el suicidio o el aislamiento total. De momento, claro está.





14.5.08

Crónicas de un perro rabioso. Parte I.

Por primera vez, y de forma directa y sin rodeos, utilizaré el castellano para escribir una serie de crónicas que mezclan experiencias personales con prejuicios varios. No pretendo entretener a nadie o crispar a aquellos que se diesen por aludidos; no, solamente lo hago por puro egoísmo y y autocomplacencia.

Asimismo, tampoco estoy aquí para pluralizar o contrastar mis opiniones con las de los lectores. Metafóricamente hablando, esto es una clase en la que el profesor imparte sin lugar a debate, al más puro estilo vieja escuela. ¿Quién es el profesor aquí? Yo. 

Basta ya de preámbulos: toca entrar en materia.

CRÓNICAS DE UN PERRO RABIOSO. PARTE I.

Como perro rabioso que soy, tengo carta blanca para berrear con escarnio sobre cualquier tema, sea o no de mi incumbencia. Por algo tenía que empezar, así que me he decidido a hablar sobre la degeneración de la noche.

Cuando hablo de "degeneración de la noche" no me refiero a la noche en sí como etapa temporal, sino que hago referencia a la noche aplicada a nosotros, al uso ocioso que hacemos de ella. Se acabaron los días de la placidez, del desmadre aderezado con gotitas de control. Ahora la balanza está tan desequilibrada que la diversión, el verdadero placer y hasta el respeto se ven arrastrados por esa marea de descerebre y vómitos. 
Cada vez es más común encontrarse adolescentes y hasta prepúberes yéndose de fiesta, pero esto no es el problema. El problema es que su escasa educación y urbanismo hacen que se desmadren, y aun así sigan creyéndose los reyes de la noche. Ver numerosas pandillas de estos desaprensivos subseres ya son el pan de cada día para el buen noctámbulo y para quienes saben disfrutar bajo el margen del respeto y del autocontrol. En el fondo, no les culpo a ellos, sino a sus tutores legales por no saber dar hostias cuando toca. Bien es sabido que la mayoría de padres son tremendamente indulgentes con sus hijos a la hora de controlar el tiempo que pasan fuera de casa por las noches y los lugares que frecuentan. Muchos de ustedes me tildarán de tirano, de coartador de las libertades, incluso de retrógrado. Pero mirémoslo desde el ángulo opuesto: ¿qué hay de positivo en pillar la borrachera madre mezclada con canutos (y váyase usted a saber qué más porquerías)? ¿Para qué correr tantos riesgos e incurrir continuamente en insultos a la tranquilidad de los demás si luego el farrero en cuestión ya no se acuerda de nada y se pasa el día vomitada tras vomitada?
Personalmente, me importa un pimiento lo que les ocurra a esos pardillos. Por mí, como si se quieren inducir embolias a martillazos. Pero todos sabemos que la libertad de unos termina donde empieza la de otros, y aquí se encuentra el punto delicado en el que quiero hurgar. Me sienta como una patada en los cojones que se extienda la moda de ser el más beodo, irresponsable y tontaina de la horda, pero aún me toca más la fibra que esta moda se contagie a otros de más edad y con supuesto sentido común. Es triste ver que cada vez quedan menos locales donde uno pueda relajarse o conversar plácidamente con un grupúsculo civilizado de amigos mientras se toman sorbos de cerveza y con música de fondo. Desgraciadamente, esta escena cada vez va más acompañada de uno o más pandillas de humanoides que emiten gritos, eructos y carcajadas que le perforan los tímpanos a un servidor, pero también dejan una terrible necesidad de reforma y limpieza social.





¿Será esto lo próximo por ver?

Vamos a peor y es imposible salir de noche sin encontrarse a hatajos de especímenes que apestan a garrafón barato y que no pueden articular palabra. Eso por no hablar de la creciente delincuencia. Con dicha situación, el respeto queda arrinconado y olvidado; anhelado por unos y absolutamente despreciado por un número cada vez mayor de gente. Un servidor, entonces, tiene que apechugar con esto y quedarse en casita, porque se le pasan las ganas de salir y que consecuentemente se le caigan los cojones al suelo ante semejante aberración.